Una de las singularidades de la música popular
dominicana es la constante variación. Para unos, el hecho constituye una
muestra admirable del don de la creatividad. Para otros, la tal ocurrencia
deviene confusión y disgregación de los valores originales.
Lo cierto es que el país se muestra desde hace
décadas como escenario de una formidable explosión de músicos, ritmos y estilos, que, aunque diferenciados, conviven
ceñidos tenazmente al nombre del merengue. El resultado ha sido positivo, sin
dudas, si se mide el alcance internacional obtenido, con logros jamás
vislumbrados.
El merengue actual, aunque en franca pérdida
de la anterior vigencia internacional a que nos habíamos acostumbrado, se
mantiene estable en su estructura promedio, es decir, aquella cimentada durante
las tres décadas finales del siglo anterior. Las quejas se suceden y no sin
razón, más, vale la pena recordar las arrolladoras popularidades de otros
ritmos tropicales, tales como el mambo, la llamada salsa y otros, de cuyos
auges sólo nos queda el recuerdo. La música popular, entiéndase, ha estado
siempre sujeta a las acometidas inexorables del mercantilismo, siempre frío y
sin escrúpulos.
Volviendo a la sinuosidad del merengue en su
trayectoria, casual, o forjada en las manos de sus distintos líderes de turno,
sería interesante echar una vista panorámica aunque sucinta de los más
sobresalientes cambios, no en cuanto a su dimensión popular ni mucho menos a la
respuesta entusiasta o no de las multitudes, sino, por su consistencia
estrictamente musical y de forma.
De antiguo, el concepto rítmico de la música
típica dominicana, preconizaba una cadencia sin puntuaciones ni aristas
provocativas y excitantes. El acordeón, elemento foráneo pero naturalizado por
aclamación popular, suscitaba ese sentido de vaivén embrujador, (”jamaqueo”, en
lenguaje cibaeño) que caracteriza al original estilo.
Cuando el dicho ritmo, conceptuado en el
fragor de las fiestas de enramada, fue vestido de saco y corbata y entronizado
en los salones sociales (1936), la diferente instrumentación entonces en boga
no fue motivo de resentimiento alguno entre las partes. La misma fragancia, un
nuevo envase.
El mundo, sumido entonces en guerras y
conflictos, destelló una secuela de transformaciones radicales que penetraron
hasta el mismo recinto interior del carácter y la personalidad humana. Nuestro
país no estuvo exento de esta mundialización de los sentimientos. El merengue,
a la sazón música frágil e ingenua, recibió el impacto y su ritmo, mecido en el
tiempo y de fraseología cadenciosa, vino a
tornarse en convulsiones de jolgorio, reflejo elocuente del mundo
circundante.
Nuestra música típica, en manos del llamado
perico ripiao, se ha convertido en el gran fenómeno de la popularidad y
atracción desde hace más de una década, muy superior a su pasado inmediato. El
hecho ha dado lugar a una inusitada proliferación de estos conjuntos,
responsables de numerosas asistencias en los sitios de diversión, mayormente en
la región del Cibao. Vale reconocer en toda justicia, el valioso soporte que ha
recibido esta música por parte de los dominicanos residentes en el exterior con
su presencia militante, portadores como son del más exacerbado sentimiento de
dominicanidad.
Los tales pericos ripiaos sólo disponían
desde su aparición en los finales del Siglo XIX y hasta 1970 de tambora, güira
y acordeón; luego, con el inevitable maridaje de la electrónica con la música,
los pericos comenzaron a utilizar las guitarras-bajo amplificadas. Esta adición
trajo consigo gran beneficio al conjunto y finalmente el reemplazo de la inútil
“marimba”, compuesta de una caja de madera, un hueco frontal con láminas finas
de metal o flejes que pulsadas en sordo remedo del contrabajo, producían un
sonido indefinido y sin interés musical.
El autor es Comunicador
jose_hatiano@hotmail.com
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